Nosotros no ahorcamos a nadie by Unai Elorriaga

Nosotros no ahorcamos a nadie by Unai Elorriaga

autor:Unai Elorriaga [Elorriaga, Unai]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Otros
editor: ePubLibre
publicado: 2019-01-01T00:00:00+00:00


SEGUNDO RELATO DANÉS

COPENHAGUE

Tortuga y jabalí

Gatos y perros en cada esquina; más gatos según los documentos oficiales, un quince por ciento. Ratones y ratas siempre con menos luz. Más inusuales los zorros, entre coches generalmente, las costillas pegadas a las ruedas. Dicen que algún testigo dijo ver lobos, pero es poco probable, nunca han llegado tan cerca de las calles. Jabalíes sí, casi a diario, destrozaron incluso algún banco, cristales, tan difíciles de contener.

Se llegó a decir que eran la principal causa de la prohibición, los jabalíes. Insistían en su peligro, podían llegar a matar. Axle no acababa de creérselo: los jabalíes comenzaron a llegar dos o tres semanas después de la prohibición, al mismo tiempo que los zorros. Estaba convencido de que el jabalí era consecuencia de la prohibición, no al contrario.

Axle, por su parte, olvidaba los matices, igual que la mayoría de la gente. Los datos lo confundían después de tanto tiempo sin salir de casa, sin hablar con nadie, sin vivir. Trataba de razonar de manera natural, solo, encerrado: los animales han llegado después de la prohibición, no antes, habría sido imposible. Estaba convencido de que no existía otra realidad, hasta que le asaltaba la duda, por la noche principalmente, en el momento en que las ratas correteaban por el botagua de la ventana, al ver ranas encima de los pretiles. A partir de ahí no estaba seguro de nada, imposible ordenar sus ideas, cuando despertaba demasiado temprano por ejemplo, y observaba cómo trepaban los lagartos por las tuberías. Era posible que fuera verdad, los jabalíes podían ser la verdadera causa de la prohibición, los lobos; estaría equivocado, él, el ingeniero Axle, el alto funcionario, tendría la mente nublada, después de tanto tiempo. No podía pensar con tanta claridad, a pesar de no hacer otra cosa; se le desequilibraba la razón, tan clara antes, tan lúcida.

Incluso los pájaros parecían bastante más abundantes, desde sus ventanas, pero no sabría concretar a partir de cuándo se habían multiplicado. Lo cierto era que los coches acababan llenándose de excrementos, podía apreciarse cada día, y algunos dueños —de esto estaba seguro— los veían desde sus casas, cómo se echaban a perder, cómo se les rompían los cristales, imposible hacer nada. Se les revolvían las entrañas, eran testigos de la degeneración de los vehículos, sin poder aprovecharlos, sin ni siquiera moverlos de su sitio. Suponía que algunos se habrían arrepentido de no haber aparcado lejos de sus casas, fuera de su vista al menos, al inicio de la prohibición.

La víspera todo el mundo sabía que la prohibición comenzaría al día siguiente y pudieron hacerse algunos preparativos, no demasiados. Podrían haber dejado los coches más apartados, por ejemplo, pero la gente supuso que sería conveniente verlos desde casa. De hecho, las prohibiciones nunca se habían prolongado tanto. Las anteriores habían durado tan solo varias semanas, poco más de un mes quizá en alguna ocasión. La gente no recordaba todas las prohibiciones, eran ya demasiadas; se confundían las ideas, sobre todo al enredarse con la



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